Desde la Junta de Andalucía se ha anunciado que el Tajo de Ronda y la cueva del Hundidero de Montejaque lograrán el marchamo como Monumentos Naturales.
Ocurre tras años de ser solicitado por las autoridades competentes de ambas demarcaciones municipales. Han sido años de espera pero al fin parece, sea como fuere, que el reconocimiento se materializa. Es lo que se desprende de la promesa del consejero de Medio Ambiente y Ordenación del Territorio, José Fiscal, efectuada en la última visita a la ciudad del Tajo.
Ambos espacios ostentan las características que se exigen para ser considerados como tales, a saber, singularidad, rareza y belleza del paisaje, elementos que aglutinan con creces, amén de los geológicos, geográficos y ecoculturales. En lo que toca al Tajo, hay que resaltar su profundidad (alrededor de 100 metros) como resultado de la acción erosiva del río Guadalevín, patente desde épocas pretéritas, posiblemente antediluvianas, sin olvidar la avifauna que nidifica en la angostura aprovechando las escabrosidades sinuosas, sobre todo (y son certezas de ornitólogos de prestigio), como cernícalos, halcones peregrinos, búhos reales y otras especies que se encuentran a gusto y seguras en las oquedades profusas que el singular espacio les ofrece.
El Tajo, colosal hendidura que labró el río en la roca viva durante el transcurso de siglos, quizás de milenios, como digo, es el distintivo que con mayor propiedad refleja la imagen que de Ronda se tiene aquí y allende fronteras. Y sobre él, silueteando el zigzagueante cauce del río, que busca ansioso el caudal del Guadiaro, el Puente Nuevo, cabalgando con soltura y despreciando la levedad del espacio.
Tajo y Puente, postal fiel que refleja la cara de una ciudad que resulta ser una de las cuatro más reputadas en el panorama variopinto de las ciudades de Andalucía.
Han transcurrido más de dos siglos, años más, años menos, desde que el Puente Nuevo de Ronda se abriera al público. Un colosal monumento fruto de la conjunción entre lo natural y la ingeniería del siglo XVIII, que ha sido desde entonces la estampa más reproducida en folletos y libros que centran sus páginas en la ‘Ciudad soñada’ de Rilke, en cualquiera de sus manifestaciones artísticas, culturales o históricas. Es el buque insignia de la ciudad, como asimismo de la Serranía que de cerca la acompaña y la corteja.
El Puente Nuevo, de tan magníficas trazas, además de dividir el caserío rondeño, sirve de referente a las sierras que desde él se otean como contrapeso a las moles de caliza y espesa vegetación que las componen. La piedra trabajada con esmero hasta dar forma a una grandiosa obra del hombre, y como equivalencia, las lajas, el roquedo, tal como se configuraron tras los movimientos telúricos y la erosión de milenios en la noche oscura de los tiempos. Profundidad casi insondable y elevaciones pétreas igualmente recónditas, amalgama que sirve a Ronda y su Serranía mítica como abanderados de su fisonomía en medio mundo.
No es casual que los grandes sillares, armónicamente dispuestos que se elevan y soportan el perfil del puente y su atrevida arquería sobre el impresionante vacío, que como todo lo abismal sobrecoge y suspende el ánimo, haya sido escogido como la estampa que mejor define a la ciudad y una región. La obra del arquitecto turolense, afincado en Málaga, Martín de Aldehuela, brinda el mismo poder evocador que espolea las imaginaciones cuando desde otras fronteras o límites geográficos añoramos o revivimos encuentros con otros lugares. El Puente Nuevo nos retrotrae a Ronda, como igual lo hacen a sus ciudades en las que se erigen el Cañón del Colorado, el Machu Pichu de Cuzco, el Coliseo de Roma, el Acueducto de Segovia o la Mezquita de Córdoba.
¿E, en la misma tesitura, qué decir de la cueva del Hundidero, hermana de la espelunca del Gato, a las que une las corrientes, a veces salvajes, del río Gaduares o Campobuche y que atraviesa las sierras abruptas de Montejaque y Benaoján? Ambas conforman un singular sistema de galerías tenebrosas de impresionante vistosidad y que reflejan un mundo asombroso y mágico que se antoja rebelde a las leyes naturales. Un mundo oculto rayano en el misterio, celoso de su grandiosidad, de ahí el peligro que entraña adentrarse en él si no se es avezado en la aventura de deambular por las entrañas de la Tierra.